Del tropiezo al encuentro
La huella de un maestro puede ser definitiva en el futuro de una persona. Las relaciones cercanas entre maestros y alumnos han sido una de las grandes conquistas del educació.La figura autoritaria y distante ha mutado hacia un modelo de maestro más cercano y cálido, que ayuda a los niños, los ama y se lo demuestra.
La huella de un maestro puede ser definitiva en el futuro de una persona. Así lo han explicado ilustres filósofos, psicólogos, pedagogos y maestros como Levinas, Piaget, Rogers, Neill, Makarenko, Montessori o Freinet por citar algunos. Pero más allá de las aportaciones de estos y de otros autores y autoras que han escrito ampliamente sobre el tema, hoy recuperamos los comentarios de dos Nobel de Literatura. Conocida es la carta de Albert Camus al señor Germain, su maestro de primaria, al recibir el premio, “(…) la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí”, escribía Chato en un gesto de agradecimiento. También Svetlana Alexiévich se refiere a Alas Adamovich, el escritor bielorruso, como “Mi maestro. Es él quien inició mi máquina de pensar”. Dos declaraciones donde los protagonistas reconocen abiertamente el papel de los maestros en su trayectoria.
Como profesora de la facultad de educación, hay un ejercicio que suelo hacer con los estudiantes de primero de pedagogía. Les pido que escriban un texto autobiográfico que lleve por título “Un maestro que me ha marcado”. Cada escrito, obviamente, es único y singular. Sin embargo, hay elementos que se repiten con frecuencia: la importancia del maestro para pasar un momento delicado, para transmitir confianza cuando otros adultos tiran la toalla, para creer en uno mismo, para generar esperanza después de una mala experiencia, por ayudar a sacar lo mejor de cada uno, para dar tiempo, para relativizar problemas que bloquean, para dar una mano, para escuchar, para ayudar a perdonarse, para sacudir en momentos de mucha pereza, para hacer de espejo, para animar , para dar un empujón y ayudar a volar, para…
Sin duda, las relaciones cercanas entre maestros y alumnos han sido una de las grandes conquistas de la educación. La figura autoritaria y distante ha mutado hacia un modelo de maestro más cercano y cálido, que ayuda a los niños, los ama y se lo demuestra. Todos estos avances, debemos reconocer que la relación basada en el respeto y la confianza no siempre se da en la escuela. Hay relaciones que no funcionan y, cuando esto ocurre, los chicos y chicas quedan, en buena parte, desamparados. Podemos decir que se les niega el derecho a tener adultos que les acompañen y cuiden de ellos mientras crecen.
Comentarios como “no llegarás en sitio”, “no sirves para los estudios”, “lo que hago contigo es perder el tiempo”, “eres insufrible”, “no cambiarás nunca”, “por lo que haces aquí, mejor quedarte en casa “, o situaciones que evocan sentimientos de tristeza producidos por la indiferencia de los maestros o por su falta de implicación en situaciones complicadas por los alumnos también aparecen -en una proporción pequeña- en los escritos autobiográficos de los estudiantes.
Estas experiencias de no haber sido ayudado por un maestro, los recordatorios de adultos que “hacen daño” se multiplican cuando quien habla no son jóvenes universitarios sino jóvenes que han tenido trayectorias escolares conflictivas. A la sensación de amargura que les ha dejado no superar la enseñanza obligatoria (y que a pesar de ellos hagan burlona, también valoran y desean) se suma el recuerdo de haberse sentido humillado, ignorado o menospreciado por parte de adultos que los debían ayudar, estimular y proteger. Chicos y chicas que recuerdan choques continuas con tutores, maestros, y miembros de los equipos directivos. Y que también, excepcionalmente, son capaces de recuperar la buena relación con una maestra que, en sus palabras, “me trataba bien”.
Cuando les pedimos por las causas de estas colisiones las respuestas son bastante conocidas: “porque la liava, porque no iba a clase, porque me peleaba con todo el mundo, porque nunca hacía los deberes, porque me reía de él, porque me metía con otros compañeros, porque me importaba un bledo lo que decía, porque cogía cosas de los demás, porque me aburría, porque el profe se reía de mí, porque me dejaba en ridículo, entre otros. También verbalizan situaciones en las que los adultos no los protegieron cuando eran objeto de escarnio de los compañeros. Estas son las más punzantes y las que cuestan más de expresar.
Si, tal y como hemos dicho, la relación educativa es un pilar clave en la formación personal de los chicos y chicas, es evidente que construir este vínculo se convierte en una tarea urgente para los equipos educativos que acogen jóvenes con una experiencia escolar marcada por el fracaso. Educadores y educadoras que se les encuentran en recursos muy diferentes: en una Unidad de Escolarización Compartida (UEC), en un Programa de Formación e Inserción (PFI), en un Centro Residencial de Acción Educativa (CRAE), en un piso de acogida, en un Grupo de ayuda Mutua (GAM), en espacios abiertos o en otros. Conscientes de que su carta de presentación ante los jóvenes no les acompaña – son adultos y educadores- invierten muchas horas y mucha energía en provocar encuentros que ayuden a los chicos y chicas a liberarse de la cáscara que los mantiene aislados, encuentros que sin invadir inviten a la confianza. El tiempo les dará la razón cuando sea el propio joven quien los busque para hacerlos partícipes de cualquier evento o sentimiento importante.
Cada encuentro entre un educador y un joven es única y sólo ellos saben qué pasa y cómo ésta contribuye a crear o fortalecer su relación. Pero a pesar de la singularidad de cada caso hay funciones comunes a la mayoría de encuentros, que los educadores cumplen con mucho cuidado. Vamos a subrayar dos de estas.
La primera consiste en aligerar la carga que cada joven lleva a la mochila. Sabemos que estos jóvenes no tienen vidas fáciles. Que fuera de los centros a menudo se ven sometidos a situaciones que los rebasan. Aliviar la carga, aunque sea temporalmente, puede ser una ayuda esencial en la vida de los hombres y mujeres. Nos lo recuerda una joven que dice “Yo ahora me levanto contenta porque sé que cuando llego al centro no habrá gritos, ni peleas, ni nada. Sé que me dirán cosas bonitas que me alegro”. Pero aligerar la carga no siempre se hace a través de la palabra. Una mirada cómplice, una broma, un comentario comprensivo, un abrazo, un guiño, un whatsap amable, son gestos que permiten acortar distancias y hacerle saber al joven que puede contar con el educador.
La segunda función tiene como reto ayudar al joven a distinguir entre él y sus arrebatos, sus fechorías, o sus errores. Trayectorias marcadas por el conflicto generan, entre muchos otros desastres, la convicción de que uno es malo y lo seguirá siendo, que es mal estudiante y lo será toda la vida, que es violento y esto es para siempre. Decía Ortega y Gasset que “la vida se una serie de colisiones con el futuro, no es una suma de lo que hemos sido, sino de lo que queremos ser”. Los encuentros son, entre otras cosas, espacios únicos para permitir al joven proyectarse al futuro e imaginar qué quiere ser y, sobre todo, quién quiere ser.
Profesora titular de la Facultad de Pedagogía de la Universidad de Barcelona y coordinadora del máster “Educación en valores y ciudadanía”.