El estilo educativo deja huella en el cerebro
En muchas de las conferencias y formaciones que hago sobre neuroeducación a diferentes colectivos de profesionales de la enseñanza, acaba saliendo el tema de las familias, de cómo se educan los hijos en casa y de qué repercusiones tiene el estilo educativo familiar en la maduración de los niños. Los profesionales de la educación tenemos una parte del pastel, pero la familia y la sociedad también tienen su parte, muy grande. En este sentido, a través de las tutorías y de las reuniones con los progenitores, también podemos ayudar a los padres en su tarea educadora.
Os quiero hablar de las consecuencias neurales que pueden tener determinados estilos educativos familiares o determinadas actitudes de los padres hacia sus hijos e hijas, a partir de varios trabajos científicos publicados en los últimos años (el último, hace apenas tres semanas).
No es fácil ser padre o madre, y nadie nace enseñado. Hay muchas maneras de educar a los hijos, las que condicionan la percepción que tendrán de ellos mismos y el carácter que manifestarán cuando sean adultos. Y, en consecuencia, influirán en la forma en que vivirán y en cómo se relacionarán con su entorno. Desde la psicología se identifican dos grandes tipos de relación paterno-filial, la llamada parentalidad positiva (o crianza positiva), y la parentalidad negativa (o crianza negativa).
En 2006, un trabajo publicado en el Journal of Clinical Child & Adolescente Psychology demostró que la parentalidad negativa incrementa significativamente la probabilidad de que los niños desarrollen estados depresivos posteriormente, durante la adolescencia o en la vida adulta.
El concepto de parentalidad se refiere a las actividades desarrolladas por los progenitores para cuidar los hijos y educarlos, al tiempo que promueven la socialización. La parentalidad no depende de la estructura o la composición familiar, muy diversa y heterogénea (familias tradicionales, monoparentales, segundas familias de personas separadas, con progenitores del mismo sexo, etc.), sino que tiene que ver con las actitudes y la manera de interaccionar. La parentalidad negativa es la relación basada en la poca o nula calidez afectiva, en la indiferencia o la negligencia, y el rechazo o la hostilidad hacia los hijos. En contraposición, la parentalidad positiva implica la afectividad basada en la confianza y el cuidado no sobreprotectora, y la coherencia entre recompensas y amonestaciones de carácter educativo.
Los hijos educados con un estilo parental negativo los hacen más resistentes al rechazo que implica la parentalidad negativa, pero a largo plazo esto les conlleva un incremento de la probabilidad de sufrir depresión.
Hace poco, en 2018, se descubrió por qué la parentalidad negativa incrementa significativamente la probabilidad de que acaben desarrollando estados depresivos. Según se ha publicado en Developmental Psycobiology, el motivo radica en una serie de modificaciones epigenéticas que se establecen como consecuencia directa del tipo de relación paterno-filial.
De manera muy resumida, las modificaciones epigenéticas consisten en la adición de determinadas moléculas en el genoma que, sin alterar el mensaje de los genes, regulan su actividad. Es uno de los sistemas que utiliza la fisiología corporal para adaptarse al ambiente concreto donde vive cada individuo, e incluye el ambiente social y educativo. Se sabe que algunas modificaciones epigenéticas influyen en aspectos de la personalidad, como el estado de ánimo o la capacidad de gestionar las emociones.
Pues bien, en este estudio se observó que los hijos educados con un estilo parental negativo tienen modificaciones epigenéticas distintos de los educados con parentalidad positiva en algunos genes relacionados en la gestión de algunos neurotransmisores, los cuales están implicados, precisamente, en el estado de ánimo. Estas modificaciones los hacen más resistentes al rechazo que implica la parentalidad negativa, pero a largo plazo esto les conlleva un incremento de la probabilidad de sufrir depresión.
En otro trabajo publicado en PlosOne en 2016 se vio que la parentalidad negativa durante la infancia impide que la corteza cerebral, que es donde se generan y gestionan los comportamientos más complejos y elaborados, como la toma de decisiones y el control de las funciones ejecutivas, incluido el control emocional, no se desarrolle con normalidad. Durante la adolescencia la corteza cerebral es más delgada en los niños que han sido educados con parentalidad negativa, y la maduración de esta zona del cerebro se retrasa (lo que, a su vez, favorece que en algunas ocasiones no acabe de madurar del todo correctamente).
Finalmente, en otro trabajo publicado en enero de 2019, en Frontiers in Human Neuroscience, se vio que la parentalidad negativa, en este caso relacionada a abusos verbales por parte de los progenitores (es decir, maltrato psicológico), se relaciona a alteraciones estructurales en algunas zonas del cerebro vinculadas a la detección de amenazas y la gestión emocional, lo que favorece que, al hacerse adolescentes y adultos, estas personas perciban como amenazantes situaciones que no lo son, y que respondan con mucho más miedo o agresividad.
Hay más trabajos científicos en esta dirección, pero pienso que con estos cuatro que he mencionado es suficiente para hacernos una idea de la importancia capital que tiene el estilo parental en la educación de los niños, y las consecuencias que puede tener por estas personas en crecer y alcanzar la adolescencia y la edad adulta.
Profesor e investigador de genética de la Universidad de Barcelona, especialista en Neurociencia y educación, y divulgador científico. Autor de “Neurociència per a educadors”.