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Los veranos de la infancia y sus historias

Los veranos de la infancia y sus historiasLlega el verano y es inevitable recordar las historias que vivimos de pequeños o pequeñas. Cuando recogíamos por el barrio maderas y muebles viejos para la hoguera de San Juan, o cuando visitábamos a los abuelos en el pueblo e íbamos todo el día en bicicleta arriba y abajo con las rodillas llenas de heridas, o cuando nos metíamos toda la familia en el coche para ir a pasar el día en la playa, equipados como si fuéramos al fin del mundo.

La infancia, para la mayoría de nosotros, fue un lugar maravilloso y feliz donde los veranos eran eternos y despreocupados, y no sólo porque las vacaciones duraran tres meses, sino porque se trataba de un espacio de tiempo lleno de fantasía y aventuras, que nos sumergía en un universo paralelo con las únicas premisas de hacer la digestión antes de volver al agua y llegar a casa a la hora de la cena.

Y aunque podríamos pensar que esta nostalgia nos produce tristeza, la neurociencia ha demostrado que, en realidad, recordar nuestra infancia tiene efectos muy positivos, ya que activa los circuitos de recompensa. Así, cuando nuestra memoria autobiográfica se pone en marcha para evocar recuerdos positivos, como por ejemplo los de las vacaciones, se activan circuitos neuronales en la corteza y el núcleo estriado que coinciden con los que se encienden con las recompensas económicas.

Los veranos de la infancia y sus historiasEs más, cuando más intensamente se activan estas neuronas recordando momentos felices, más dura el efecto positivo que produce la nostalgia sobre nuestro estado de ánimo. Y la sensación resulta tan gratificante que normalmente, incluso, se prefiere el placer de un recuerdo nostálgico a una recompensa tangible.

En este sentido, entra en juego la regla del “peak-end” del premio Nobel Daniel Kahneman, según la cual la memoria humana está configurada de tal manera que lo que sucede al concluir un periodo se recuerda más que lo que ocurre al principio. Y, por tanto, la sensación de felicidad que nos deja una experiencia depende de cómo ésta finaliza.

Sea como sea, recordar aquellos meses de verano donde casi todo era posible nos llena de emociones. Aquellos meses donde tenía lugar lo verdaderamente importante, como si el invierno, la escuela y todo lo que hacíamos en ella sólo constituyesen un inevitable paréntesis, a la espera de que volviera a empezar el próximo verano. Aquellos meses de verano que se hacían eternos, libres de imposiciones y de horarios, con el horizonte del nuevo curso tan lejano que se hacía inimaginable. Y con una única premisa: la libertad para disfrutar.

Y si bien lo cierto es que nosotros ya no podremos volver a ser pequeños, lo que sí podemos hacer es contribuir a que los niños y niñas que están a nuestro alrededor, hijos e hijas, sobrinas y sobrinos, nietas y nietos, etc., construyan recuerdos igual de bonitos que los nuestros. A que construyan sus veranos eternos e inolvidables. Veranos que perduren siempre a su recuerdo, como los nuestros. Se lo debemos. Porque las mejores historias tienen lugar en verano. Porque no hay verano sin historias.

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