Zambullirse a jugar. El juego y las emociones
Sabemos que el niño juega para vivir y su necesidad innata le lleva a aprender. El juego es lo que lo pone en relación con el entorno y es en este contexto donde establece las primeras relaciones con las personas que le rodean.
Desde la neurociencia, David Bueno habla del juego como herramienta fundamental para desarrollar las capacidades innatas de los niños. Y, mientras observo a los niños que juegan, me transporto a mí misma en el mundo de las preguntas -a menudo sin respuestas- y las investigaciones. Un juego puede aparecer por azar, por casualidad, provocado por la disposición de todo lo que nos rodea; y el niño, movido por su extraordinaria curiosidad, empieza a actuar ante los objetos…
En un entorno nuevo, no conocido, los materiales y su exquisita colocación en forma de provocación toman una gran relevancia porque despertarán de forma grandiosa la curiosidad de quienes se acercan. Cuando un niño observa aquel espacio, primero desde una distancia prudencial y de forma estática, hasta que decide acercarse y empezar a actuar, pasa un tiempo. Un tiempo de conocimiento y vinculación con el entorno. Un tiempo que requiere tiempo. Un tiempo en que, en silencio, comienza a conectarse con lo que llevamos dentro. Las manos comienzan a moverse para ir dando forma a la combinatoria de objetos. La mirada se concentra al mismo tiempo que el entorno que la rodea desaparece. Se zambulle dentro de aquel mundo imaginario como quien salta de cabeza dentro al mar. Se pueden sentir algunas palabras, sonidos espontáneos fruto de la pasión.
En un proyector de luz aparece una secuencia creada de forma aleatoria: unos papeles azules han imaginado un mar con peces al que alguien parece querer acercarse…
Pero, mientras ese niño juega, su juego se VA encaminando hacia el mundo de las emociones y de los sentimientos; mientras vincula lo que hace y que reproduce con los objetos a sus momentos vividos, hace conexiones con todo lo que lo remueve internamente. Se perciben gestos llenos de significado, que capto escuchando atentamente sus palabras:
– ¡Ay, no! Un niño y una niña, ¡no! Deben ser dos niñas.
Lo que ha aparecido por azar, toma un significado afectivo mientras en voz alta enumera:
– Papá, mamá, mi hermana y yo.
Y en un santiamén, el juego queda fuertemente vinculado a la emoción.
Ante aquel cambio de rumbo inesperado ante mi mirada, me pregunto si existe el juego sin intencionalidad. ¿Quizás ha traspasado la barrera del yo y el no-yo, y ha conectado aquellos objetos consigo mismo?
Jugar debería ir mucho más allá de remover objetos buscando combinatorias para pasarlo bien. Jugar puede ayudar a sacar lo que tenemos dentro, al tiempo que ayuda a interiorizar lo que vamos recibiendo día a día y que tan complejo se hace a veces.
Pero para llegar a hacer estos enlaces emocionales, hay más tiempo todavía; no nos basta con un rato de juego libre antes de las «actividades importantes» que se propone el adulto. ¿Dónde están estos momentos en el día a día de los niños? ¿Dónde queda el tiempo para jugar? No deberíamos hablar de momentos de juego libre como situación esporádica (ya menudo demasiado poco habitual), sino de juego libre como forma de entender la vida del niño. Porque él juega mientras crece, mientras aprende, mientras se relaciona y también mientras interioriza sus emociones y exterioriza sus sentimientos por todo lo vivido y que le proporciona un bagaje de vida.
– ¡Vamos al agua! -susurró más tarde.
Pasa un buen rato hasta que toda la familia no ha quedado enlazada. Un acto que pide grandes dosis de precisión. El escenario va cambiando, el mar es ahora la arena de playa bajo el cielo azul.
Pequeñas historias que son grandes vivencias que quedan dentro de nosotros y que, a través del juego libre y espontáneo, volverán a salir para dar cabida a exteriorizar los recuerdos de un verano en la playa. Pequeñas historias que nunca serán pequeñas si les damos visibilidad.
Maestra de jardín de infancia y formadora.
Experiencia vivida en el espacio de juego el Niu d’Andròmines de Olot.